Si vosotros me preguntáis qué es lo que
excita a nuestros ángeles custodios a socorrednos con tanto celo, y lo que los
induce a manifestarnos tanto amor, os diré que ellos ven sin cesar la cara de
Dios, ellos están siempre en su presencia. Allí ven los movimientos de su
corazón y el amor infinito que tiene por nosotros: así es que toman todas las
dimensiones de aquella caridad divina, sobre la cual regulan la suya. Esas
inteligencias sublimes la contemplan en el mismo Dios, iluminadas como son de
las luces de la gloria: ellas conciben su altura y profundidad: ellas ven que
dios, ese Ser infinito e incomprensible, se digna fijar sus ojos sobre
criaturas tan débiles como son los hombres: consideran por fin, que desde la
eternidad Dios los ha amado, ha querido asociarlos a su propia dicha, y no se
ha desdeñado de revestirse de su naturaleza en el misterios adorable de su
Encarnación.
Pero ¿es cierto, que todos nosotros tengamos
nuestro ángel de la guarda? Sí, hermanos míos: este es el sentimiento de la
Iglesia universal, de que cada uno de nosotros tiene un ángel de la guarda que
la providencia ha sometido a su conducta para ayudarle a alcanzar la vida eterna.
Dios, dice el profeta (Sal 90, 11), ha mandado a los ángeles que os guarden en
todos vuestros caminos; y el Hijo de Dios dice en el Evangelio (Sn. Mat 18,10):
Guardaos de despreciar a uno siquiera de esos pequeños; porque yo os declaro
que los ángeles de ellos contemplan sin cesar la cara de mi Padre que está en
los cielos. De estos espíritus celestiales, los unos gobiernan los cielos y los
astros, los otros gobiernan los reinos, y, como dice San Clemente, cada nación
tiene su protector que tiene de ella un cuidado particular. Por ejemplo, hay un
ángel tutelar de la España, de la Francia, etc.; y en las sagradas Letras
hallamos uno (Dan. X, 43) que es llamado el
príncipe de los Persas, porque velaba para el bien común de aquel imperio.
Los hay que están encargados de la protección de las familias religiosas, como
lo observa santo Tomás; otros de las iglesias y templos consagrados a Dios.
Algunos santos Padres hasta sostienen, que hay ángeles protectores de las casas
particulares, en especial de aquellas que son gente de bien. Pero sea de esto
lo que se quiera, está fuera de toda duda, que cada uno de los hombres tiene el
suyo que le sirve de tutor y gobernador, como es muy conforme al poder, a la
sabiduría y a la bondad de Dios.
La Escritura nos refiere que el lecho del rey
Salomón estaba rodeado de sesenta guardias, los más fuertes, los más valientes
y los más diestros que había en Israel, y que todos ellos velaban armados de su
espada mientras que el príncipe dormía, para defenderle de las sorpresas y de
los peligros de la noche. Gracias a la misericordia divina, no hay ni uno de
nosotros que no pueda gloriarse de tener semejante dicha, y aún mayor. Nosotros
estamos rodeados, no de sesenta guerreros escogidos entre los hombres siempre
susceptibles de debilidad o sorpresa, sino de un guerrero inmortal e
invencible, escogido entre las tropas y los ejércitos del Señor. Es un espíritu
celeste, que vela para guardar y defender a nuestras almas contra las
asechanzas de las potestades de las tinieblas y de los infiernos. Es un ángel
del Altísimo, que tiene cuidado de que nuestros enemigos no se valgan de alguna
sorpresa, y no vengan a turbar nuestro reposo.
¡Qué motivo de confianza, hermanos míos, qué
medio más eficaz para obtener de Dios todas las gracias que nos son necesarias
si sabemos aprovecharnos de esta coyuntura! Si un embajador que reside en la
corte de un príncipe extranjero, no deja de hacer uso de todo su talento y su
crédito para conducir bien los negocios de que está encargado y obtener su buen
resultado: nosotros, a quienes Dios ha elevado a la categoría de amigos suyos y
de príncipes de su sangre con la alianza que ha querido contratar con nosotros
en el bautismo, ¿qué es lo que debemos temer de nuestros enemigos visibles e
invisibles, teniendo en su corte a un ángel, que es un residente ordinario? Yo
sé muy bien, que nosotros tenemos grandes asuntos que tratar: no es cuestión de
un pequeño interés temporal, sino de la herencia del reino celestial y de una
felicidad eterna: yo sé que hay muchas cuestiones que discutir, y que nuestros
enemigos oponen a ellas extraños obstáculos. Pero a pesar de ello ¿qué tememos?
Sepamos encargar nuestros intereses a ese embajador y a ese agente tan fiel, tan
inteligente, tan celoso y lleno de poder. ¡Cuántas veces hemos roto la alianza
entre nuestra alma y Dios a causa de nuestras infidelidades y rebeldías! ¡Y
cuántas veces nuestro buen ángel ha aplacado el justo enojo del Señor, alegado
nuestro flaqueza, hecho presentes los lazos y las sorpresas que han armado
nuestros enemigos, y nos ha obtenido tiempo para entrar otra vez en nosotros
mismos, para hacer penitencia y evitar los justos castigos que habíamos
merecido! (Continuará)